Aún no se le ha hecho mucha justicia a los años 70’. Muchos todavía consideran esa década como un periodo perdido entre los espejismos del velascato y una inútil radicalización política que consumió la juventud de sus mejores cabezas. Una época incómoda de recordar para quienes fueron bienintencionados agitadores políticos y hoy han terminado de congresistas eternos, empresarios dolosos e intelectuales a sueldo de instituciones extranjeras. Sin embargo los años 70’ fueron, con mucho, una de las décadas más fructíferas y originales de nuestra historia. Fue la década donde surgió Feliciano Mejía.
Fue la Era de la Política por antonomasia, donde el marxismo se consolidó en buena parte de nuestra intelligentsia, con ristras de partidos y grupúsculos cada uno más radical que el otro. Cuando los universitarios dejaban las aulas para enrolarse en el trabajo de masas, activaban sindicatos y se pasaban semestres enteros en el campo. Fue la década de las tomas de tierras frente a una Reforma Agraria burocrática e insuficiente, de las invasiones barriales en las ciudades, de los cuadros de capacitación ideológica formados en China o en Cuba, de los eslóganes contundentes de cada semana, de las células clandestinas que se reunían bajo el toque de queda de la dictadura de Morales Bermúdez. Fue la década de los más gloriosos y masivos paros generales que realizaron los pueblos del Perú. La década donde surgió Feliciano Mejía.
Fue la época de nuevos sujetos sociales. Y del adiós de otros. Cuando el mundo oligárquico se hizo pedazos, los personajes de Bryce Echenique se largaron al extranjero o cínicamente se metieron a las instituciones del gobierno (¡Cuánto Hijo de Puta pasó por el SINAMOS !) mientras Velasco les quitaba la televisión y los periódicos. Fueron los últimos años de profunda migración del campo a la ciudad. La década de millones de compatriotas llenos de locas ilusiones que empezaban a rodear la capital con sus barrios de arena y esteras, sus banderas peruanas coronando las chozas. Fue la gran década de los maestros, quienes cambiaron este país desde sus aulas para bien o para mal, organizándose en el sindicato más poderoso del país y convirtiéndose en el enemigo número uno de los militares. Fueron años de jóvenes inquietos e insolentes que enfrentaban los rochabuses y los palos de goma de la Guardia Civil. Y fueron los años donde despegó la poesía de Feliciano Mejía.
Fue un tiempo en que el arte salió a la calle y persiguió a sus ciudadanos proclamando que las cosas podían y debían cambiarse. Fueron los años de los carteles multicolores, de estética naif y psicodélica. La década donde nació el teatro popular peruano. Los días de una avalancha de revistas y publicaciones de cultísima provocación. Fueron los tiempos en que se reivindicó la herencia andina, se pirateaba descaradamente la imagen de Túpac Amaru, los provincianos llenaban el Estadio Nacional viendo jugar a sus equipos en la Copa Perú y se escucharon telenoticieros en quechua por primera vez en el país. Fue la época de Hora Zero, poesía que interpelaba las esquinas e incluyó en su temario a la política. La época heroica de Yuyachkani, que en esos días casi siempre hablaba de política. La época mágica de Monos y Monadas, que nos hacía reír con pura política. Fue la época de Feliciano Mejía integrando Hora Zero y Yuyachkani, quien nunca tuvo miedo de hablar de política.
Ah, y época de revolución en las costumbres. De mujeres liberadas que no usaban sostén por no quemarlo en una plaza a semejanza de sus homólogas californianas. Tiempo de buen rock y de canción protesta. De Bob Dylan y Quillapayún. Tiempo de marihuana y cerveza en los bares mortecinos del Centro de Lima. De amanecerse con el mimeógrafo y atreverse a pintar lemas revolucionarios en el mismísimo Zanjón de la capital. De hacer el amor en carros prestados, en el Estadio de San Marcos, en locales con olor a tinta industrial. Los tiempos de la poesía de Feliciano Mejía.
En fin, fueron años que acicatearon a una juventud rebelde que no se sintió sola ni aún en los peores años de la represión militar. Feliciano, fue producto y a la vez artífice de esta década. Por un lado recibió el magma combativo de aquellos años colorados, por otro puso su voz a una época donde empezóse a llamar al pan pan y al vino vino. Fue ésta la época de la gran siembra y también de la primera cosecha. La época en la que cristalizó la singular vena poética -vena de fogosa protesta- de Feliciano y que marcó para siempre su producción literaria.
Los Poemas racionales, con su coloquialismo abierto pero político, riéndose del mundo injusto pero invocando a la acción, repitiendo algunos lemas pero repleto de descripciones de la cotidianidad bruta; son su debut en sociedad. Una poesía innegablemente joven desde su materialización (sus entusiastas amigos universitarios la presentaron al concurso de San Marcos, sin su permiso) hasta su verbo concreto: “Lo siento patitas. Este no es el momento oportuno/para hablar a boca llena/con lenguaje depurado”.
Igual jocundia se trasluce en sus Odas cuando redacta el festivo comunicado del Ministerio de Educación: “Se comunica a todas las maestras recién egresadas que los nombramientos se realizarán este mes por estricto acto sexual obligatorio con el Supervisor respectivo.” Era la época de la frescura, cuando ya se nos hacían demasiado antipáticos los uniformes color verde-triste de los generales que, invariablemente, aparecían todos los días en los medios de comunicación contándonos mentiras.
Hasta que la gente dejó de creerles del todo, se vino una Segunda Fase mucho más represiva y la lista de los presos, torturados, deportados y asesinados se multiplicó. La poesía tuvo que hacerse mucho más seria, más militante, más memoriosa. El Poema en Y... es distribuido casi clandestinamente mediante una edición anónima. Y, finalmente, sale a la luz su poemario más celebrado : Tiro de gracia.
Poemario incendiario y combativo, como lo denominaron los chicos buenos de la Católica cuando le reseñaron en la revista Quehacer, resulta el peldaño más alto de toda una corriente de poesía abiertamente política y abiertamente real. Tiro de gracia no solamente es presentado por la gran esperanza blanca de la izquierda de entonces (Alfonso Barrantes) sino tiene la singularidad de estar encabezado por una dedicatoria impresionante que enumera una ristra de héroes del pueblo: Estudiantes torturados, campesinos golpeados hasta morir, un sinfín de trabajadores abatidos a tiros, obreros ametrallados, apellidos tremendamente peruanos que llenaron el osario de los luchadores sociales durante esa década. Esa memorabilia extensa prepara al lector para un poemario de áspera claridad, aún cercano al coloquialismo de Hora Zero (aunque inyectado de una intensidad política ya menguante en ese grupo) pero lejos del barroquismo político de Pablo Neruda a quien en esa época casi todos eran afectos. Hay poemas que son más bien una declaración de intenciones, un silogismo histórico y político transformado en breves versos: “Solo pido ahora/ cuando me apunte/ su fusil/ el enemigo sepa/ que también yo puedo apuntarle.”
O un razonamiento sencillo de lo que se mascaba en aquellos días: “A trompicones canto. / Me pegan/ y salgo y canto/ más fuerte y aún más alto. / Es una forma de saber/ quien se cansa primero.”
Aprovechando esa viada, un año después se publica Círculo de fuego, de donde brilla con luz propia el extenso poema Jooorrr, que incluye una vertiente nueva en su generación: La perspectiva andina de las cosas. Jooorrr es un poema político lleno de imprecaciones históricas y algo apocalípticas, pero al aire de una diablada puneña, en boca del Diablo andino que parece recitar mientras baila y gira y agita su fuete. Pero ese diablo no es sólo el diablo de la diablada: es la voz del futuro hablando desde la intemporalidad. Al coloquialismo urbano, al discurso ideológico, Feliciano agrega las voces del campo peruano, con sus mitos e historia. Voces que ya no abandonarán su obra y que serán -con los años- el gran referente de su poética. Círculo de fuego incluye también la experiencia de sus viajes a provincias y al extranjero, sobretodo a la Centroamérica sacudida por las guerrillas izquierdistas. En fin, esta época de política y poesía desatada también llegaba a su fin.
Feliciano Mejía, acaballado entre Francia y el Perú vio pasar los años ochenta. Por un lado en el mundo las viejas utopías se venían abajo como ese Muro que terminó de caer en 1989. Dictadores como Pinochet se salían con la suya, monstruos como Reagan o Tatcher campaban por sus anchas en el planeta, el viejo bloque socialista era tragado por sus propias contradicciones a las que quiso enfrentar demasiado tarde y demasiado mal. El Sandinismo, aquel proyecto de sociedad un tanto naif pero que gustaba a todos, fue destripado por la guerra interna y derrotado electoralmente por una sociedad cansada y harta.
Pero mientras el desencanto postmoderno se apoderaba del primer mundo, en el Perú nos encontramos ante un escenario absolutamente inédito: Un puñado de maoístas, casi todos desconocidos para la gran prensa, se alzaba en armas contra el Estado y proclamaba sin rubor consignas, lemas y programas que en otras latitudes ya se habían descartado. Pero lo que parecía el delirio de unos cuantos alucinados se transformó en una fiera guerra interna que electriza todo el campo peruano y mantiene este país en vilo. Apurímac, la patria chica de Feliciano, fue una de las zonas más remecidas por el despliegue de la guerrilla maoísta y la represión militar. Los años de guerra marcaron con fuego a todo el país : Apagones cronometrados que sumían en las tinieblas a una Lima que miraba perpleja como una roja hoz y martillo coronaba el cerro San Cristóbal, rastrillajes policiales casi periódicos, el espectáculo -dantesco y estético- de los coches bomba, la insurrección de los presos políticos en las cárceles capitalinas y el bombardeo indiscriminado a que fueron sometidos, las noches eternas atravesadas por las sirenas de patrulleros y ambulancias, batallas campales en los Andes entre la guerrilla y el ejército, la trágica cotidianidad de las fosas comunes, las banderas rojas coronando las facultades de casi todas las universidades del país, los genocidios, los desaparecidos, los ajusticiamientos, la intervención militar internacional como una amenaza que se hacía ya demasiada próxima, Fujimori...
Todo eso marcó la posterior poesía de Feliciano Mejía. Nos referimos a sus Kantutas, trilogía de la que se publicó básicamente una de ellas. Kantuta negra es un extraordinario poemario que interpreta la guerra interna desde la huella de las mitologías andinas, buscando nexos entre viejas claves simbólicas del campesinado indígena y los tremendos tiempos de la violencia política en que se iniciaba la cordillera. Precedidos de una demoledora cita de Henry Miller “...todos los que nadáis en abundancia contando vuestras monedas, todavía no ha sonado la última hora (...) Habrá que hacer justicia hasta la última molécula sensible... ¡y se hará! Nadie dejará de recibir su merecido, y menos que nadie vosotros, los mierdas cosmocócicos de Norteamérica” en esos versos hay una recurrencia de Amarus e Inkarris, no tanto desenterrando mitos como sí reinterpretándolos, dándoles una visión nueva, mucho más moderna. Mención aparte tienen los Waynos, en los que la guerrilla aparece como un nuevo personaje en su poética. Los guerrilleros no aparecen como un objeto externo, postizo o artificial. Más bien forman parte del paisaje actual de los Andes, son mensajeros de nuevos tiempos que se avecinan, destapan una caja de los truenos que llevaba largo tiempo sellada. Curioso es el último de dichos waynos (Wayno de la espera) en la que Feliciano le da vuelta al famoso poema de Kavafis: “Pero llegaron a las lindes./ Hace poco y tanto tiempo y no hay apuro/ pero/ ¿cuándo llegarán los guerrilleros hasta aquí ?”
Cosmovisión andina, afirmación política, necesidad de interpretar la actualidad. En esos tres puntales se sostiene la actual poética de Feliciano Mejía. Y mucho optimismo (y estallidos de fresco erotismo, como en el poema Ella, una bellísima balada donde colecciona felices comparaciones para con su amada, en un tono que recuerda la lírica del poeta y cantautor español Joaquín Sabina). Feliciano no cae en el indigenismo sino recupera voces del pasado que aún persisten en la memoria de millones de paisanos y por algo será. Ese sabor propio tamiza el vuelo político de sus versos para evitar el panfletarismo fácil. Y junto a aquel sincretismo personal se le une esa socarronería del lejano Hora Zero que, en el fondo, no es sino la afirmación de una esperanza infinita en este país y su gente. Por eso, el poema final de este libro, es un estupendo colofón que resume el nervio actual de su arte, donde la dicha, el compromiso político y las ganas de vivir son una novísima trinidad indivisible:
“Hermanos: dejad de llorar.
Una mano y un canto enamorado,
un cabito de dinamita
y un vaso de vino
rojo, de vez en cuando,
e hijos de por medio
(para servir al pueblo)
es mucho mejor
que lamentos de comadres.”
Feliciano Mejía Ahora
Festejemos así, pues, la gran cosecha de Feliciano Mejía, nuestro poeta abanquino y universal.
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