A más de doscientos años de la gesta revolucionaria del Cacique de Tungasuca y
el CENTENARIO del nacimiento de J.M Arguedas, su presencia es más fuerte y
vigente que nunca, y sus sueños se van tornando realidad. El 4 de noviembre
de 1780, se da el grito libertario de Tupac Amaru, y el 18 de enero de 1911
nace el amauta Arguedas. Recordamos, con este poema-canción, a los dos
grandes forjadores del Perú moderno.
A NUESTRO PADRE CREADOR TÚPAC AMARU
(HIMNO-CANCION)
Tupac Amaru Kamaq taytanchisman (haylli-taki)
-A Doña Cayetana, mi madre india, que me protegió con sus lágrimas y su
ternura, cuando yo era niño huérfano alojado en una casa hostil y ajena. A los comuneros de los cuatro ayllus de Puquio en quienes sentí por vez primera,
la fuerza y la esperanza-.
Tupac Amaru, hijo del Dios Serpiente; hecho con la nieve del Salqantay; tu
sombra llega al profundo corazón como la sombra del dios montaña, sin
cesar y sin límites.
Tus ojos de serpiente dios que brillaban como el cristalino de todas las
águilas, pudieron ver el porvenir, pudieron ver lejos. Aquí estoy, fortalecido
por tu sangre, no muerto, gritando todavía.
Estoy gritando, soy tu pueblo; tú hiciste de nuevo mi alma; mis lágrimas las
hiciste de nuevo; mi herida ordenaste que no se cerrara, que doliera cada vez
más. Desde el día en que tú hablaste, desde el tiempo en que luchaste con el
acerado y sanguinario español, desde el instante en que le escupiste a la
cara; desde cuando tu hirviente sangre se derramó sobre la hirviente tierra,
en mi corazón se apagó la paz y la resignación. No hay sino fuego, no hay
sino odio de serpiente contra los demonios, nuestros amos.
Está cantando el río,
está llorando la calandria,
está dando vueltas el viento;
día y noche la paja de la estepa vibra;
nuestro río sagrado está bramando;
en las crestas de nuestros Wamanis montañas,
en su dientes, la nieve gotea y brilla.
¿En dónde estás desde que te mataron por nosotros?
Padre nuestro, escucha atentamente la voz de nuestros ríos; escucha a los
temibles árboles de la gran selva; el canto endemoniado, blanquísimo del mar;
escúchalos, padre mío, Serpiente Dios. ¡Estamos vivos; todavía somos! Del
movimiento de los ríos y las piedras, de la danza de árboles y montañas, de
su movimiento, bebemos sangre poderosa, cada vez más fuerte. ¡Nos
estamos levantando, por tu casa, recordando tu nombre y tu muerte!
En los pueblos, con su corazón pequeñito, están llorando los niños.
En las punas, sin ropa, sin sombrero, sin abrigo, casi ciegos, los hombres
están llorando, más tristes, más tristemente que los niños.
Bajo la sombra de algún árbol, todavía llora el hombre, Serpiente Dios, más
herido que en tu tiempo; perseguido, como filas de piojos.
¡Escucha la vibración de mi cuerpo! Escucha el frío de mi sangre, su temblor
helado.
Escucha sobre el árbol de lambras el canto de la paloma abandonada,
nunca amada;
el llanto dulce de los no caudalosos ríos, de los manantiales que suavemente
brotan al mundo.
¡Somos aún, vivimos!
De tu inmensa herida, de tu dolor que nadie habría podido cerrar, se levanta
para nosotros la rabia que hervía en tus venas. Hemos de alzarnos ya, padre,
hermano nuestro, mi Dios Serpiente. Ya no le tenemos miedo al rayo de
pólvora de los señores, a las balas y la metralla, ya no le tememos tanto. ¡Somos todavía! Voceando tu nombre, como los ríos crecientes y el fuego que
devora la paja madura, como las multitudes infinitas de las hormigas
selváticas, hemos de lanzarnos, hasta que nuestra tierra sea de veras
nuestra tierra y nuestros pueblos nuestros pueblos.
Escucha, padre mío, mi Dios Serpiente, escucha:
las balas están matando,
las ametralladoras están reventando las venas,
los sables de hierro están cortando carne humana;
los caballos, son sus herrajes, con sus locos y pesados cascos, mi cabeza,
mi estómago están reventando,
aquí y en todas parte;
sobre el lomo helado de las colinas de Cerro de Pasco,
en las llanuras frías, en los caldeados valles de la costa,
sobre la gran yerba viva, entre los desiertos.
Padrecito mío, Dios Serpiente, tu rostro era como el gran cielo, óyeme: ahora
el corazón de los señores es más espantosos, más sucio, inspira más odio.
Han corrompido a nuestros propios hermanos, les han volteado el corazón y,
con ellos, armados de armas que el propio demonio de los demonios no podría inventar y fabricar, nos matan. ¡Y sin embargo, hay una gran luz en
nuestras vidas! ¡Estamos brillando! Hemos bajados a las ciudades de los
señores. Desde allí te hablo.
Hemos bajado como las interminables filas de hormigas de la gran selva.
Aquí estamos, contigo, jefe amado, inolvidable, eterno Amaru.
Nos arrebataron nuestras tierras. Nuestras ovejitas se alimentan con las
hojas secas que el viento arrastra, que ni el viento quiere; nuestra única vaca
lame agonizando la poca sal de la tierra. Serpiente Dios, padre nuestro: en tu
tiempo éramos aún dueños, comuneros. Ahora, como perro que huye de la
muerte, corremos hacia los valles calientes. Nos hemos extendido en miles
de pueblos ajenos, aves despavoridas.
Escucha, padre mío: desde las quebradas lejanas, desde las pampas frías o
quemantes que los falsos wiraqochas nos quitaron, hemos huido y nos
hemos extendido por las cuatro regiones del mundo. Hay quienes se aferran
a sus tierras amenazadas y pequeñas. Ellos se han quedado arriba, en sus
querencias y, como nosotros, tiemblan de ira, piensan, contemplan. Ya no
tememos a la muerte. Nuestras vidas son más frías, duelen más que la
muerte. Escucha, Serpiente Dios: el azote, la cárcel, el sufrimiento inacabable,
la muerte, nos han fortalecido, como a ti, hermano mayor, como a tu cuerpo y
tu espíritu. ¿Hasta donde nos ha de empujar esta nueva vida? La fuerza que
la muerte fermenta y cría en el hombre ¿no puede hacer que el hombre
revuelva el mundo, que lo sacuda?
Estoy en Lima, en el inmenso pueblo, cabeza de los falsos wiraqochas. En la
Pampa de Comas, sobre la arena, con mis lágrimas, con mi fuerza, con mi
sangre, cantando, edifiqué una casa. El río de mi pueblo, su sombra, su gran
cruz de madera, las yerbas y arbustos que florecen, rodeándolo, están, están
palpitando dentro de esa casa; un picaflor dorado juega en el aire, sobre el
techo.
Al inmenso pueblo de los señores hemos llegado y lo estamos removiendo.
Con nuestro corazón lo alcanzamos, lo penetramos; con nuestro regocijo no
extinguido, con la relampagueante alegría del hombre sufriente que tiene el
poder de todos los cielos, con nuestros himnos antiguos y nuevos, lo estamos
envolviendo. Hemos de lavar algo las culpas por siglos sedimentadas en esta
cabeza corrompida de los falsos wiraqochas, con lágrimas, amor o fuego.
¡Con lo que sea! Somos miles de millares, aquí, ahora. Estamos juntos; nos
hemos congregado pueblo por pueblo, nombre por nombre, y estamos
apretando a esta inmensa ciudad que nos odiaba, que nos despreciaba como
a excremento de caballos. Hemos de convertirla en pueblo de hombres que
entonen los himnos de las cuatro regiones de nuestro mundo, en ciudad feliz,
donde cada hombre trabaje, en inmenso pueblo que no odie y sea limpio, como la nieve de los dioses montañas donde la pestilencia del mal no llega
jamás. Así es, así mismo ha de ser, padre mío, así mismo ha de ser, en tu
nombre, que cae sobre la vida como una cascada de agua eterna que salta y
alumbra todo el espíritu y el camino.
Tranquilo espera,
tranquilo oye,
tranquilo contempla este mundo.
Estoy bien ¡alzándome!
Canto;
mismo canto entono.
Aprendo ya la lengua de Castilla,
entiendo la rueda y la máquina;
con nosotros crece tu nombre;
hijos de wiraqochas te hablan y te
escuchan
como el guerrero maestro, fuego
puro que enardece, iluminando.
Viene la aurora.
Me cuentan que en otros pueblos
los hombre azotados, los que sufrían,
son ahora águilas, cóndores de
inmenso y libre vuelo.
Tranquilo espera.
Llegaremos más lejos que cuanto tú quisiste y soñaste.
Odiaremos más que cuanto tú odiaste;
amaremos más de lo que tú amaste,
con amor de paloma encantada, de calandria.
Tranquilo espera, con ese odio y con ese amor sin sosiego y sin límites, lo
que tú no pudiste lo haremos nosotros.
Al helado lago que duerme, al negro precipicio, a la mosca azulada que ve y
anuncia la muerte a la luna, las estrellas y la tierra, el suave y poderoso
corazón del hombre; a todo ser viviente y no viviente, que está en el mundo,
en el que alienta o no alienta la sangre, hombre o paloma, piedra o arena,
haremos que se regocijen, que tengan luz infinita, Amaru, padre mío. La
santa muerte vendrá sola, ya no lanzada con hondas trenzadas ni estallada
por el rayo de pólvora. El mundo será el hombre, el hombre el mundo, todo a
tu medida.
Baja a la tierra, Serpiente Dios, infúndeme tu aliento; pon tus manos sobre la
tela imperceptible que cubre el corazón. Dame tu fuerza, padre amado.
José María Arguedas. Obras completas, Tomo V. Lima, Editorial Horizonte,
1983.