“La poesía frecuenta los burdeles silba canta danza”, escribió Enrique Verástegui hace 40 años. Le faltó decir que también habita los bares. Con motivo del reciente Festival Internacional de Poesía, los poetas de Hora Zero volvieron al bar Queirolo, su segunda casa, donde hasta tienen un salón con su nombre. Allí, junto a un grupo de colegas amigos, recitaron, otra vez, los versos que los han convertido en leyendas.
Por Óscar Miranda
Fotos Paul Vallejos
Fernando Ribeiro (34) se acerca, respetuosamente, a la mesa en la que está sentado el hombre al que desde hace años ansía conocer. “Maestro”, le dice. El hombre sale de su ensimismamiento y lo mira. “Maestro, ¿me puede escribir unas palabras?”. El hombre recibe los ejemplares de Angelus Novus y Monte de Goce, dos de los libros que hace mucho lo consolidaron como uno de los mayores poetas de su generación. A mitad de la escritura, pregunta la fecha. Fernando se la dice. El hombre se confunde y le dedica “este tomo, Monte de goce” en la primera página de Angelus Novus, pero eso a Fernando no le importa. Recibe de vuelta los libros y se queda unos segundos allí, sin saber muy bien qué decirle.
“Maestro, lo admiro mucho”.
“Ya”, responde Enrique Verástegui.
Fernando le estrecha la mano y se va, dejando al poeta de nuevo a solas con sus pensamientos. Luego me dirá, más tarde, antes de beber un largo sorbo de cerveza, que aquel encuentro ha sido una de las mejores cosas que le han pasado en la vida. “Qué Pearl Jam, qué Radiohead, qué Morrissey”, dirá Fernando, emocionado. Pero ya comienza la presentación del libro de Tulio Mora. El salón Hora Zero del Queirolo ha quedado chico.
“Es un genio, es un genio... es un genio loco”, repite Fernando, y sigue bebiendo.
El fuego de la musa
“Kike es muy generoso”. Tulio Mora ha escuchado la elogiosa presentación que el también poeta Enrique Sánchez Hernani, sentado a su lado, ha hecho de su nuevo libro, Aquí sobra la eternidad. Y aunque ‘Kike’, su amigo, le ha dicho que sus lectores necesitamos sus versos y que lo vamos a obligar a que no se muera nunca, a Mora eso de la inmortalidad no parece importarle mucho. Al menos esta noche. Porque nos dice que siempre quiso ser poeta y que Hora Zero le ayudó a serlo, pero que –y aquí se puso más ‘horazeriano’ que nunca– jamás tuvo expectativas de nada y que si a nadie le gustó su poesía, pues eso es algo que a él le llega “al pincho”.
Pero su poesía gusta.
“Algo quiso salir del mudo nudo de su pecho rendido y no pude oírle o ya roncaba el adiós a penas porque él se estaba adentrando en una pampa donde miles de caballos galopaban...”
Mora termina de leer “El legado de mi padre” y arranca los primeros aplausos de la noche. Dice que el siguiente poema, “Introducción al fuego”, está dedicado a su mujer. Tatiana Berger, también poeta, lo mira amorosamente desde su mesa mientras él dibuja en el aire imágenes de ese primer encuentro con su musa.
“Era una muchacha de solo 17 años con una minifalda amarilla de pintura galáctica presumiendo endiablados brochazos en tantísima piel...”
Mora dedicó su libro a “Tatiana, mi Rose Tatto”. “Es mi rosa tatuada”, me dijo temprano. Y ahora, que ha acabado su lectura, su Rose Tatto lo recibe en su mesa con un beso y una caricia en la mejilla.
Los mecanismos de la locura
Dos peruanas y dos extranjeros han compartido, hasta hace unos minutos, la mesa. May Rivas, ochentera, autora de Si Dios fuera mujer, y Victoria Guerrero, noventera, responsable del reciente y elogiado Berlín. Con ellas estuvieron el danés Niels Frank y el colombiano Jotamario Arbeláez, quien dejó algo perplejos a algunos con su último poema, “Colegiala desnuda”, bastante explícito y provocador.
Pero ahora están allí Enrique Verástegui y Jorge Pimentel, las otras estrellas de esta noche, acompañados de otro poeta danés, Thomas Boberg.
Verástegui ha interrumpido sus divagaciones en la cuarta fila, y ahora, sentado frente a un centenar de personas, la mirada dirigida hacia nadie, entreabre, oscura, crípticamente como es habitual en él, las puertas de su mundo. “Todos los días no escucho sino insultos y amenazas que me llaman a la locura...”, cuenta. “Mi único contacto con la realidad son mis libros...”. El público no termina de entender lo que dice pero lo escucha en completo silencio.
El poeta no puede vocalizar bien. Más tarde, su hermana me dirá que está así desde que fue al dentista en Essalud y “quedó traumado” (sus amigos aventuran que quizás sea el efecto de las pastillas que toma). Ha decidido recitar su poema “Giordano Bruno” de Angelus Novus. Fernando Ribeiro, su mayor fan esta noche, está feliz. Veintiún líneas más tarde, fatigado por el esfuerzo, Verástegui dice que eso es todo lo que puede leer. Y se calla.
Los rítmicos poemas de Boberg solo aumentan la expectativa por lo que nos tiene preparado Jorge Pimentel. El fundador de Hora Zero en 1970, el coautor del manifiesto “Palabras urgentes”, leerá versos de Tromba de agosto, su libro más visceral, más callejero, más crudo.
Y es así que sus palabras irrumpen como un torrente que inunda el salón y a todos los que aquí nos encontramos.
“En los esfuerzos desesperados
el individuo se desmemoria,
pierde la cabeza, se distrae, se destripa
se demuestra, se desmantela, se desprovisa
se desmorona, se desinfla, se ríe de sí mismo
se perfila, se desatmosferiza conmigo, con ella,
con todos, y se sitúa en el nombre del dolor
que sabe a calle, sin suplicar nada a nadie...”
(“Trombosis”)
Pimentel lee cuatro poemas. Cuando se calla, en medio de atronadores aplausos, y parece que el recital va a acabar, Fernando Ribeiro alza la voz y le pide a Verástegui que lea otro poema. Es la tercera vez que lo hace: ha bebido demasiado. “¡Concierto para una muchacha angustiada!”, sugiere a gritos. Verástegui dice que no tiene el libro correspondiente a la mano. Fernando se lo alcanza. El poeta duda. Su admirador lo alienta. Algunas personas del público le dicen que se calle, que acaso no se da cuenta de que no puede recitar.
Pero Verástegui se lanza de nuevo.
Por momentos, apenas será inteligible. Pero no importará. Porque está allí por gente como Fernando, que con su admiración lo saca de tanto en tanto de su ensimismamiento. Individuos a los que su poesía ha tocado de una manera especial.
Y por eso empezará, con dificultad:
“Una llamarada envolvió a la mujer
una mujer envolvió a la llamarada...”
Y seguirá leyendo, su lengua avanzando por entre el barro y las piedras, hasta llegar, exhausto, al último verso.