Utopías y desvaríos
Miuler
Vásquez (de Tarapoto Perú)
Un tipo a quien siempre esquivo para no mirar su
cara, el otro día tuvo el descaro de pararse frente a mí, dispuesto a
convencerme de ir a una reunión política. “¿De qué se trata?”, pregunté. El
tipo este, animoso, me dijo que el partido más tradicional del Perú, varias veces
gobierno, con muchos líderes históricos e incluso con la próxima presidencia
asegurada, iba a organizar una reunión de jóvenes, importantísima, y que
incluso el hombre más longevo de esta organización, les daría una
video-conferencia y saludo vía SKYPE. “Te invito, así socializaremos con mucha
gente impetuosa y joven como nosotros”, me animó. Yo no dije nada al inicio;
enseguida, tras mirarlo con repugnancia, así le hablé: “Primero: para la
Constitución política peruana, ni tú ni yo somos jóvenes: ya hemos pasado los
treinta; segundo: antes de decirte lo que vas a escuchar, te quiero preguntar
si realmente perteneces a ese partido que dices. Responde.” Me miró
contrariado, algo dubitativo. “Sí”, me afirmó luego de una pausa. “Dime la
verdad, somos amigos y no quisiera tener que decirte esto”, insistí. “Sí, sí,
¡soy partidario!”, se arrebató. Y yo, sacando de mi bolsillo un billete de cien
soles, mi único ahorro del mes: “Si de verdad eres lo que dices, ahora mismo me
iré a una bodega y con este dinero, hasta donde alcance, compraré todo el jabón
que pueda, para desinfectarme las manos de las veces que las estreché con las
tuyas. No me importa si me tengo que lavar días y días, lo haré. ¿A cuánto
cuesta cada barra? ¿Tres, cuatro soles? Con cien podría comprarme veinticinco
unidades…” El baboso bajó la mirada con aparente resentimiento, y sin
despedirse, se fue para siempre, creo, porque no lo he vuelto a ver hasta
ahora.
Un segundo tipo, seguramente aburrido con su vida, cada vez
que lograba dar conmigo, se apresuraba a invadir mi tranquilidad con preguntas
personales. Yo siempre quise ser cortés con él, por eso mejor ni le respondía.
Siempre era así, hasta que un día, cansado de sus acosos, me detuve a
escucharlo. Tras haber oído sus miles de preguntas sobre mi familia, hijo,
hermanos, salud, enamorada, trabajo, etc., le pregunté si creía en la
reencarnación. “No. Aparecimos al azar”, me contestó, al instante. “¿No crees,
entonces?”, volví a preguntarle. “No. Tampoco creo en Dios”. Sin decir nada
más, en estado de aparente complacencia, hice el ademán de irme. “¡Espera!”,
escuché de pronto, “¿y si creyera, qué?” Me di la vuelta. “Tú sí crees en la
reencarnación”, le dije, “estoy convencido de eso; es más, sospecho que cuando
te toque elegir un nuevo cuerpo, querrás ser un sapo”. Mis palabras fueron
mágicas: el tipo se hizo sapo, hasta hoy. ¿O será que me he sugestionado y
prefiero creer que lo es, para no escuchar sus estupideces?
Un tercero me hizo una consulta. Me
dijo: “Tú que eres ingeniero agrónomo y que has estudiado en la “mejor”
universidad del Perú, ocho años, a ver dime, ¿por qué algunas naranjas son
menos dulces que otras? He sembrado la misma variedad en dos terrenos distintos
y se nota que la de un lado es más ácida”. Después de hablarle sobre textura,
PH, porosidad, fertilizantes, variedades, tipos de suelos…, finalmente le dije:
“Como he estado mucho tiempo estudiando, se entiende porque me gustaban las
materias y las llevaba más de una vez, te puedo decir que, definitivamente, si
quieres que tus naranjas sean más dulces, debes ir a los distribuidores de
abarrotes y comprar azúcar al por mayor. La dulzura va a depender de la
cantidad de gramos que le añadas a cada planta, según las veces que lo hagas.
De preferencia, te sugiero que tomes estas medidas en la etapa de floración. Es
todo. Ve entonces, ve a comprar lo que te dije”. Y no se fue; más bien empezó a
reírse en mi cara. “¡Carajo!”, le levanté la voz, “¿quién es el ingeniero acá?”
Un cuarto, uno que vende comida, nos
recibió una vez, a mí y a unos amigos que vinieron a visitarme desde la
capital, en su acogedora casa. Estábamos de lo lindo, almorzando, cuando de
repente, “¿qué es esto?”, se sorprendió la mujer, porque ellos eran una pareja,
“¡y esto!”, agregó el hombre. Me acerqué a ver en el plato, donde reposaba un
juane de yuca y paiche, y vi unos minúsculos gusanos arrumados en colonias, por
doquier. No supe qué hacer, la vergüenza que tuve fue grande. Pensaba: “en qué
momento se me ocurrió traerles aquí”. Lo único que hicimos, como era de
esperarse, fue largarnos de inmediato. Al día siguiente, no sé por qué, le
comenté este percance a un amigo escritor y periodista. “Qué bárbaro, qué
cochino, qué idiota”, fueron algunos de los adjetivos que le escuché decir,
creo que hasta más indignado que yo mismo. Ni me imaginaba que al poco tiempo,
en los días siguientes, iba a circular una noticia pública en la que se hacía
escarmiento del descuido de algunas personas en cuanto a higiene en la
alimentación; aunque no hubo nombres, la evidencia era marcada. Pues bien, a
este amigo periodista, volví a visitar algunas semanas después. Me senté a su
mesa, por insistencia, y mientras él me recordaba la escena de los gusanos,
riéndose a carcajadas, yo me dispuse a comer. Hube dado dos o tres bocados, no
más, a un arroz con frijoles verdes, antes de detenerme y mirar atentamente su
contenido. “¿Qué pasa?”, indagó mi anfitrión, todavía con la sonrisa en los
labios. Entonces levanté de mi plato un enorme gusano, de esos que hay en las
vainas de los frijoles. Era grande, de por lo menos tres centímetros. El
semblante de mi amigo cayó bruscamente; de la dicha, pasó al desamparo; de la
vida a la inercia... Me quise reír a todo pulmón, como él lo había hecho hacía
unos minutos, pero me contuve. Creo que después ni hablamos más durante todo el
almuerzo.
Un quinto, el hombre más polifacético que conozco,
un día me estuvo hablando de Dios; me decía: “Dios está a mi nivel”. Así
hablaba, con aparente seguridad y por enésima vez, cuando de repente, un ruido
nos hizo estremecer. Salió corriendo a ver qué era, y, ¡sorpresa!, vio a su
moto prácticamente convertida en chatarra. Seguramente algún chofer, en afán de
dar la vuelta a su vehículo o quién sabe si por puro goce, la aplastó de la
peor manera. “¿Qué me estaba diciendo de Dios?”, me atreví a preguntarle. Mis
palabras no fueron oportunas, por tanto, ni las hubo más ni tampoco encontré
respuesta alguna. Mejor pasé a retirarme. (M.V.)