El poeta del SILENCIO
El 15 de julio se cumplieron cien años del nacimiento del esencial poeta peruano Emilio Adolfo Westphalen, quien con apenas 22 años publicó “Las ínsulas extrañas” (1933), un libro que cambiaría el curso de nuestra poesía.
Por: Enrique Sánchez Hernani
Dos años después de la edición de “Las ínsulas extrañas”, Emilio Adolfo Westphalen publicó otro libro: “Abolición de la muerte” (1935). De cada uno de esos dos breves poemarios no se editaron más de 150 ejemplares.
Después de eso, el poeta no publicó por mucho tiempo. Su silencio azuzó la leyenda. Cuando en 1980 el prestigioso sello mexicano Fondo de Cultura Económica publicó “Otra imagen deleznable”, que incluía los libros anteriores más uno nuevo: “Belleza de una espada clavada en la lengua”, su fama ya era considerable. Pero él prosiguió alejado de la gloria mundana.
Luego de esto, daría a conocer breves colecciones de poemas, en ediciones no venales, para los amigos, como “Arriba bajo el cielo” (Lisboa, 1982) o “Máximas y mínimas de sapiencia pedestre” (Lisboa, 1982), de una rara perfección.
Westphalen, el hombre
El poeta tenía modales sobrios y grandes silencios. Era tímido pero no por ello menos bondadoso. Casado con la pintora Judith Ortiz, tuvo dos hijas: Silvia e Inés. Para Silvia, su padre “era una persona sumamente reservada, incluso en familia. Lo recuerdo muy elegante, meticuloso y exigente en su forma de vestir”.
“Le gustaba comer bien, sabía cocinar algunos platillos deliciosos, con recetas que se le ocurrían en el momento. Le gustaba recibir a los amigos en casa e invitarlos a comer fuera. Apreciaba la comida china”.
Durante su infancia en Lima, Silvia acompañaba a su papá a las librerías. “Siempre me compraba un libro a mí también”, recuerda. Ella dice que al poeta le molestaba mucho la bulla, por lo que les permitía ver dibujos animados en la televisión, “¡pero sin sonido!”.
Caminante y conductor
Otro rasgo visible del poeta era su manera de caminar. Inés dice de su padre: “Caminaba ensimismado en sus pensamientos, a grandes zancadas. Cuando caminábamos en familia, mi padre y yo íbamos siempre varios metros por delante. Mi madre nos seguía, rezagada, en compañía de Silvia”.
Inés hace notar que el año en que perdió a su madre (1976) “medí el tamaño de su consternación por una súplica que me hizo al hacer una diligencia: ‘Espera. ¿No ves que no puedo? Vas muy rápido’. Todo el peso de su dolor, más que los años, se concentró en sus piernas. Adaptarse, en sus últimos años, a una silla de ruedas debió haber sido para él una primera forma de abandonar este mundo”.
“Mi papá solo tuvo un carro en su vida –nos dice Silvia–, un majestuoso Jaguar del 63 que había ido a recoger a su fábrica en Inglaterra, con su amigo Ricardo Tenaud. Lo trajeron manejando hasta Roma, donde vivíamos”. El poeta luego trajo el auto al Perú, donde duró hasta el 71. Después de eso ya no quiso manejar.
Los amigos
Westphalen mantuvo lazos fuertes con César Moro, Martín Adán, Luis Valle Goicochea y Xavier Abril. También con Arguedas, Federico Schwab, Álvaro Mutis, Javier Sologuren, Fernando de Szyszlo, Antonio Cisneros, Emilio Rodríguez Larraín y Blanca Varela, entre otros. César Moro era parte esencial de la peña Pancho Fierro, adonde acudían Westphalen y Arguedas. Inés cuenta que ella no pudo olvidar la sorpresa cuando, a los once años, le escuchó decir a su padre: “Voy a ver a un amigo que dice que el mejor lugar para vivir en este mundo es el manicomio”. Ese era Martín Adán.
Sus pasiones
Su hija Inés dice que era difícil verlo escribir: “Era mucho más frecuente encontrarlo leyendo”. Silvia asevera que la dimensión estética era muy fuerte en el poeta. “Le gustaba el diseño, escogía con mucho cuidado los muebles y objetos que lo rodeaban. Tuvo una cámara fotográfica Rolleiflex, con la que tomó gran cantidad de fotos en el primer viaje que hizo a Europa”.
La relación de Westphalen con las artes plásticas fue intensa. No solo tenía amigos pintores (Moro, De Szyszlo, Eielson, Rodríguez Larraín, entre otros), sino que Silvia guarda algunos cuadernos con dibujos suyos. “Eran como garabatos muy sueltos; parece que dejaba la mano suelta al hacerlos, para ver qué salía”, describe. A Westphalen le interesaban, además, la etnología, antropología y arqueología.
“Leía muchos periódicos y revistas en diferentes idiomas –añora Silvia–. Fue un profundo conocedor y estudioso de las culturas precolombinas”.
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