Y ¿dónde se fue el bosque?
A través de los milenios, la naturaleza ha mostrado su inmensa fuerza destructora. En los últimos siglos, el hombre ha demostrado también su inmenso poder para desencadenar desastres globales.
Por: Martha Meier Miró Quesada*
¿Qué tal si un día anda usted paseando tranquilo, fumando su cigarrito, tira la colilla al río y ¡zas! el agua se incendia? Vaya susto, ¿no? Bueno, algo muy similar ocurrió –sin usted y su cigarro– en 1969, en el río Cuyahoga de Cleveland, Estados Unidos (cosa recurrente desde 1936).
Los niveles de contaminación del río gringo, por los desagües domésticos y químicos, llevaron a que ardiera por más de media hora. El agua contaminada se convirtió en potente combustible. Lo de Cleveland es una de las más patéticas muestras de la irresponsabilidad del ser humano frente a un elemento del que depende su vida y la de la Tierra. Gran parte de los cuerpos de agua globales y locales están altamente contaminados. Basta echarle una mirada al puro y cristalino nacimiento del río Rímac y al convertido muladar que es a su salida por la cantidad de focos contaminantes a lo largo de su discurrir. Así se maltrata al río que calma la sed capitalina. Situaciones como esta se dan a lo largo y ancho del planeta al punto de que una de cada seis personas no tiene acceso al agua limpia ni segura. Las grandes reservas hídricas planetarias son devastadas deliberadamente en un crimen de lesa humanidad que no se castiga. El hombre transforma el agua en espesa, fétida e inservible mazamorra.
Hacedor de desiertos
“Primero fueron los bosques, después los desiertos”, así hablaba el vizconde Chateaubriand, filósofo y escritor francés. No se equivocaba. Es cierto que los desiertos son el resultado de procesos geológicos y climáticos de millones de años, pero hoy nadie duda que, desde hace buen tiempo, las actividades humanas colaboran con el imperio de la arena y la sequedad. “Nuestro país, comparado con lo que era, se asemeja a un cuerpo consumido por la enfermedad; todo lo que había de tierra grasa y fecunda ha desaparecido y no nos queda más que un cuerpo descarnado”, dijo siglos antes de Cristo el gran Platón, vislumbrando la voracidad del hombre por la madera para construir sus naves, sus armas, sus ciudades y quemarla para cocinar, calentarse y guerrear.
El bosque que se pierde se lleva el inmenso tesoro de plantas medicinales, alimenticias y con potencial industrial aún por descubrirse, así como insectos útiles para controlar las plagas. Cada árbol que se extingue arrastra al menos a diez especies de flora y fauna consigo.
En el Perú, según cálculos especializados, hay más de cuarenta millones de hectáreas amenazadas –en costa, sierra y selva– por la desertificación: por la tala indiscriminada, por malas técnicas de riego, por expansión urbana y, cómo no, por la incertidumbre climática (calentamiento global) generada por nuestra extraña creencia del ‘progreso’. Como escribió el lúcido uruguayo Eduardo Galeano: “Somos todos ecologistas, hasta que alguna medida concreta limita la libertad de contaminación”.
Loco clima
Las emisiones de los llamados gases de efecto invernadero (GEI) –producto de actividades industriales, la quema de combustibles fósiles para el transporte y aun de grandes operaciones ganaderas– han desencadenado cambios en los patrones climáticos globales.
Inundaciones, lluvias torrenciales, huracanes devastadores que roban vidas a su paso y borran poblados, glaciares que se derriten, inviernos más fríos, veranos más calientes. No hay recoveco en el planeta donde la gente no comente la “locura del clima”, que una buena porción de científicos considera generado por el hombre.
No matarás
Una vuelta por la historia basta para comprender que nuestra civilización se ha construido violando constantemente el quinto mandamiento de la ley de Dios: no matarás. Hoy mismo, los aliados –léase Occidente– bombardean Libia en nombre de la ‘democracia’, asesinando, contaminando, desmembrando familias, quebrando culturas y tradiciones, y traumatizando de por vida a millares de niñas y niños.
La cara más terrible del poder destructivo del hombre se vio en los eventos atómicos de Hiroshima y Nagasaki en agosto de 1945, al final de la II Guerra Mundial. Hace ya casi 66 años, la era atómica irrumpió violentamente en la escena contemporánea. Y hasta ahora no comprendemos que en cualquier guerra hasta la victoria nos convierte a todos en perdedores.
Como si no fuera suficiente tener que lidiar con eventos naturales de magnitud y estar preparados para recuperarnos, debemos también enfrentar la estupidez de algunos congéneres y su vocación ecosuicida.
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