Revisitando La Ciudad Y Los
Perros
Por
Fernando Ampuero
Romper
con la tradición, cambiando la forma de escribir una historia, exige un
colaborador creativo: un nuevo lector. ¿Y cómo se obtiene eso? Con espíritu de
aventura, sin duda, pero al amparo de una propuesta sólida, atrapante y
técnicamente sustentada. En la historia de la literatura universal (a. J.
Léase: antes de Joyce), todo había sido narración lineal, con puntos de vista
únicos y omniscientes, en tercera persona. Hasta que, inesperadamente, surgió
un primer renovador, hoy olvidado. Era un francés llamado Édouard Dujardin,
novelista simbolista que, como una suerte de Juan Bautista, anunciaba la buena
nueva para las letras. Dujardin
inventó el monólogo interior, razón por la que ahora lo recordamos, y el mundo tuvo la suerte de que Joyce,
que andaba por París, lo leyera, retuviera esa técnica narrativa y, juntándola
con otras novedosas técnicas de su cosecha, hiciera una revolución.
A
partir de entonces, la literatura se llenaría de andamios y voces muy
diferentes. Dos Passos y Faulkner, por citar a dos de los grandes, existen
actualmente en la literatura contemporánea (d.J. Léase: después de Joyce),
merced a sus nuevas formas de contar, que, fuera de repotenciarles el genio
narrativo, revelan otras perspectivas y múltiples puntos de vista. Con Joyce, en suma, se llegó al grado más
alto del juego verbal y, a la vez, se cambió para siempre la estructura
convencional del siempre peligroso artefacto literario.
Aplicado
lector de Joyce, Faulkner, Flaubert, Sartre y Malraux, entre otros, Mario
Vargas Llosa ha sido un caso pasmoso de precocidad y, sobre todo, de trabajo
disciplinado. En la época en que cualquier joven anhelaba barrer con las chicas,
beberse todas las cervezas del mundo, gozar de la locura de vivir, él, Vargas
Llosa, leía y escribía frenéticamente. Pero su vida –basta leer las mil y una
peripecias de su biografía– no fue limitadamente libresca, o aburrida, de
ninguna manera. El joven escritor, en diálogo telescópico con sus mayores, era
un hombre de acción: oficiaba de ingeniero, constructor y albañil de su obra.
La novela La ciudad y los perros (1962), que este año cumple su aniversario
número cincuenta, es hoy el gran ejemplo en América Latina de la utilización,
mejorada y reordenada, o bien felizmente desordenada, de las técnicas
literarias joyceanas al servicio de una lectura vívida y absorbente.
En
cuanto a su trabajo de galeote, basta darles una ojeada a las primeras versiones
de esta novela. Vargas Llosa, y no exagero, tuvo muchísimo que corregir,
reescribir y reacomodar, antes de plasmar la versión final. Se lanzó a
entrecruzar tiempos y espacios narrativos, al igual que puntos de vista que
contrastaban y saltaban desde una tercera persona impersonal hasta las voces
internas y externas de varios personajes. Planificó una urdimbre textual, de
deliberada apariencia caótica, con un claro objetivo: capturar al lector,
obligándolo a leer y esclarecer lo que iba sucediendo, y en un ritmo sincopado
que no daba tregua. Vargas llosa hizo que pasemos de una escena intensa a otra
igualmente intensa, y de ahí a otra y otra hasta el final, descontado el breve
epílogo, único tramo apacible de esa lectura adictiva. Sus continuos flashback,
flujos de la conciencia y monólogos, y su empleo de la técnica de los datos
escondidos y los vasos comunicantes cuajaron un fresco realista de Lima, como
nunca antes se había visto. Pero además, en el trasunto de su argumento,
encontró la manera de expresar al Perú y sus conflictos.
La
ciudad y los perros, cuyos primeros lectores en originales fueron Julio
Cortázar, Sebastián Salazar Bondy, José Miguel Oviedo y Carlos Barral, causó
conmoción al momento de su aparición. Ganó el premio Biblioteca Breve, el
Nacional de la crítica española y, cuando se tradujo al inglés, tuvo un
lanzamiento que difundió el rumor de que se habían quemado mil libros en el
patio del colegio militar Leoncio Prado, escenario de la novela. La quema de
libros, lo sabemos ahora, nunca sucedió, pero nadie lo sabía entonces con
certeza, ni siquiera su autor, y ayudó a promocionar la novela por la crítica
social que entrañaba, más que por sus innovaciones técnicas. Pero la novela,
mal que bien, recibió una lectura adecuada. El colegio militar, crisol de todas
las razas y clases sociales del Perú, era un microcosmos de la realidad
desintegrada que esperaba a los alumnos no bien se graduaran. Allí, con una
educación paralela a los cursos académicos, adiestraban a los pupilos en las
miserias de la vida en sociedad: las desigualdades, las trampas, los crímenes,
la extorsión, las denuncias fallidas, la corrupción, la resignación y el
acomodo.
Entre
los peruanos, no cabe duda, Vargas Llosa puso el listón muy alto a los
escritores de su generación. Y esto le generó rechazos y ataques frontales.
Durante varios lustros se habló de que La ciudad y los perros y otras de sus
inmediatas obras maestras como La casa verde, Los cachorros y Conversación en
La Catedral sepultaron incontables vocaciones y hasta carreras comenzadas.
También, por otro lado, desplazaron de la liza a la literatura indigenista,
imponiendo lo urbano como temática urgente y más atractiva, pues esta ya
reflejaba nuestra realidad cardinal. Lima, la gran urbe, concentra hoy un tercio
de la población del país.
Ciertamente
las obras de Ribeyro y Congrains Martin trataban a su vez lo urbano, pero
Vargas Llosa, con una avasalladora narrativa, fue todo un éxito internacional
y, por si fuera poco, el autor fundador y clave del llamado boom de escritores
latinoamericanos (Cortázar, García Márquez, Fuentes, Cabrera Infante y Donoso),
que pondrían además bajo los reflectores a otros grandes que los precedieron,
Borges, Onetti y Rulfo. Y la academia y los autores de Europa y Estados Unidos
tuvieron finalmente que aceptar que la mejor y más novedosa literatura que se
escribía en la segunda mitad del siglo XX era obra de un puñado de plumas de
América Latina, hoy refrendada por dos Premios Nobel, a García Márquez y Vargas
Llosa, y por un premio escamoteado a Borges.
¿Pero
qué más significa para los peruanos La ciudad y los perros cincuenta años
después? En muchos sentidos, diría yo, es la eterna historia del Perú, sencilla
y brutal. En un colegio militar de internos, obvia metáfora del país, donde impera
una mafia de alumnos, el Jaguar, líder de esa mafia, juega a los dados la
comisión de robar las respuestas del examen de química. La operación falla y un
muchacho, apodado el Esclavo, delata a Cava, el ladrón, quien será expulsado.
Luego, durante unas maniobras, el Esclavo cae muerto de un balazo. No se sabe
si por un accidente, o si porque el Jaguar se vengó de su delación. Alumnos
como Alberto y un oficial ejemplar, el teniente Gamboa, querrán denunciarlo.
Pero los altos mandos temen el escándalo y todo termina arreglado por lo bajo.
¿Qué
más se puede pedir? Vargas Llosa, autor moderno, visionario y honesto, habló en
voz alta cuando muchos apenas murmuraban. Y además, causando perplejidad en el
país literario, se dio el lujo, tal como lo señala el crítico Carlos Garayar,
de anticiparse en cuarenta años a la técnica del “desorden narrativo” –fórmula
que combina estructura compleja y lenguaje claro–, utilizada luego en la
célebre Pulp Fiction de Quentin Tarantino.
¿Y
aún Vargas Llosa tiene enemigos?, se preguntan muchos, desconcertados. Bueno,
enemigos no, según dicta el cáustico wit de la intelectualidad británica. Tiene
solo contemporáneos.
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