"Los
ídolos infunden respeto, admiración, cariño y, por supuesto, grandes envidias.
Cortázar
inspiraba todos esos sentimientos como muy pocos escritores, pero inspiraba
además otro menos frecuente: la devoción.
Fue,
tal vez sin proponérselo, el argentino que se hizo querer de todo el mundo.
Sin
embargo, me atrevo a pensar que si los muertos se mueren, Cortázar debe estarse
muriendo otra vez de vergüenza por la consternación mundial que ha causado su
muerte.
Nadie
le temía más que él, ni en la vida real ni en los libros, a los honores póstumos
y a los fastos funerarios. Más aún: siempre pensé que la muerte misma le
parecía indecente.
En
alguna parte de La vuelta al día en ochenta mundos un grupo de amigos no puede
soportar la risa ante la evidencia de que un amigo común ha incurrido en la ridiculez
de morirse.
Por
eso, porque lo conocí y lo quise tanto, me resisto a participar en los lamentos
y elegías por Julio Cortázar.
Prefiero seguir pensando en él como sin duda
él lo quería, con el júbilo inmenso de que haya existido, con la alegría entrañable
de haberlo conocido, y la gratitud de que nos haya dejado para el mundo una
obra tal vez inconclusa pero tan bella e indestructible como su recuerdo". (Gabo)
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