Querido Juan
Tenía ojos claros y
eternamente tristes pero casi siempre con un pequeño fulgor de picardía. Era
una mezcla rara, una paradoja tan rara, que jamás dejó de impresionarme, esa
mirada de Juan.
Tenía una voz grave
y suave, gastada por los cigarrillos y muchas, muchísimas madrugadas varadas en
claro a la espera de la luz.
Tenía un humor ágil
y afilado, que a veces podía ponerse ácido. A lo largo de casi todo el tiempo
de nuestra amistad, o sea, a lo largo de 40 años, siempre me impresionó ese
humor. Aun en los momentos de mayor angustia y desesperación, y que fueron
muchos, y de un dolor sin fin, quedaba algo de ese humor. Era como un arma
contra la desesperación y la desesperanza, contra el miedo y todos sus
demonios.
Ha sido el poeta de
la soledad y del dolor, del amor y de la esperanza, de la ira contenida y de la
fe permanente, del abandono y del encuentro, el poeta del tiempo perdido y del
tiempo recuperado. El poeta de la urgente permanencia.
Es decir: ha sido
el poeta de la vida.
Ahora que él se
fue, todos dicen y recuerdan su militancia política, que fue mucha y fue seria.
Pero creo que, además, ha sido, y en primer lugar, un militante de la vida, de
la esperanza.
Escribió algunos de
los poemas de amor más lacerantes y bellos del idioma castellano.
Por ejemplo: “Esa mujer se parecía a la
palabra nunca/ de la nuca le subía un encanto particular/ una especie de olvido
donde guardar los ojos”.
Y era el poeta
capaz de escribir, como nadie se atrevería, y si se atreviera sería un
desastre, delicadezas como ésta: “tu cuerpo es alto como los patios de la infancia/ dulce como
la luz de sus crepúsculos/ y triste./ tu cuerpo dura como el sol”.
Pero había también,
y fueron muchos, los poemas de reivindicación y denuncia. De furia santa y
justa.
Y también por eso
era el poeta de la vida. No era solo un poeta de la revolución, de la denuncia.
Lo era, por supuesto. Pero era más: el poeta de la búsqueda de un futuro digno
y justo, como de la búsqueda del amor y de todas las memorias y de todos los tempos
habidos y por haber.
Sus poemas buscaron
y encontraron el habla coloquial, el ritmo de las calles del mundo, la melodía
de la memoria. Y así rescataba la palabra. Volvía a vestir cada palabra con su
ropaje original, verdadero. Al escribir, Juan se daba. Y dándose, revelaba.
Y cuando se sentía
dilacerado por los dolores de la vida, se dilaceraba en poemas dilacerantes.
Algunos están entre
los más dilacerantes que he leído en la vida, y leí a muchos.
Esta voz, notable y
singular en la poesía, tuvo momentos –largos momentos– de silencio. Cuando supo
del secuestro de su hijo Marcelo y de su nuera María Claudia, embarazada, su
mano quedó seca. Es que en aquella Argentina sórdida del terrorismo de Estado,
secuestro quería decir asesinato, y él lo sabía. Su mano se secó. Fueron cuatro
años sin escribir un solo verso.
Una vez, explicó: “La poesía es una señora que
nos visita o no. Convocar a esa señora es una impertinencia inútil. A lo largo
de unos cuatro años, el golpe del exilio y del dolor hizo que esa señora no me
visitara. Había ocurrido antes, es verdad, pero nunca por un tiempo tan largo”.
Un buen día, la
señora volvió. Y ya no lo abandonó.
Escribió, escribió
y escribió hasta el final. Y me dijo cierta vez: “A partir de una cierta edad, uno se da cuenta que escribir dejó
de ser vocación y se transformó en vicio. Y, lo sabes, conviene cultivar algún
vicio en esta vida...”.
El vicio –ese
vicio– lo mantuvo vivo, principalmente a partir de cuando la señora poesía
volvió a visitarlo. Y lo ayudó a seguir vivo luego de enfrentar el mayor dolor
que puede enfrentar un ser humano, que es el de enterrar a su propio hijo. Y
mientras duró la dura, desesperada búsqueda por el hijo o hija, ¿cómo saber?,
que su hijo jamás iría a ver. Bueno: era hija, se llama Macarena, tiene los
ojos del padre, que eran los ojos del abuelo.
Al encontrar a
Macarena, Juan le devolvió el derecho a tener su propia historia, que había
sido robada. Y Macarena, a su vez, le devolvió a Juan el derecho de ser abuelo.
Ahora me dicen que
Juan Gelman murió en casa y en paz. Una paz que no tuvo a lo largo de su vida
de adulto.
Muchos, muchos años
antes, había escrito un poema extraño, que empezaba así: “Ha muerto un hombre y están
juntando su sangre en cucharitas,/ querido Juan, has muerto finalmente./ De
nada te valieron tus pedazos mojados de ternura./ Cómo ha sido posible/ que te
fueras por un agujerito/ y nadie haya ponido el dedo/ para que te quedaras”.
Es lo que sigo
preguntándome desde que supe, a las ocho casi nueve de la noche de Río de
Janeiro del martes 14 de enero de 2014, cuatro casi cinco de la tarde en la
Colonia Condesa, Ciudad de México, que Juan había cometido la injusticia
suprema, un acto de perversidad inexplicable: se fue.
A lo largo de 40
años tuvimos una amistad fraterna.
El, que me dio
tanto en la vida, que fue tan generoso y solidario, se fue como un ladrón: se
fue robando un pedazo de mi alma.
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