El
único mérito que puedo concederme en esta vida moteada de algunos éxitos y
muchos fracasos, en esta carrera ingrata que me eligió, en este oficio
artesanal de tratar de encontrar la verdad que a pocos importa y las mentiras
que ya no escandalizan, el único mérito que me concedo, digo, es no haber
cedido a la tentación del medio: resígnate, así es el Perú, tolera lo que
todos, créeles a los idiotas de la derecha, a los que hacen negocios turbios y
a la vez editorializan en relación con “los valores de la democracia” (cuando
la verdad es que se zurran en ella y en lo que significa).
Naces
en este país hermoso y complicado y la primera sugerencia que te asalta es la
del estoicismo: quédate quieto, tranquilo hermano, así es esta vaina, esto no
lo arregla ni el sillau. Y se te puede pasar la vida haciéndote el de la vista
gorda, haciéndote el loco y asistiendo con cara de palo a las grandes mecidas.
–Nada
puedes hacer, esas son las reglas– susurra el aire tóxico de Lima.
–Esto
no lo ha cambiado nadie– remacha una sombra, la sombra de lo que pudiste ser.
Me
van a perdonar pero yo jamás creí en eso. Jamás hice el muertito en el mar de
los sargazos de las voluntades, quebradas o roídas. ¿Por qué? Porque siempre
creí que en el país de las cabezas gachas había que mirar lo más lejos que se
pudiera. Porque viendo a las hormigas a uno le dan ganas de volar. Porque hay
belleza en la rebeldía y una flácida fealdad en el conformismo.
Porque,
en fin, siendo un viejo creyente del agnosticismo siempre he pensado que
Jesucristo fue un hombre revoltoso asesinado por el orden imperante. Y que sin
la rebeldía de Cáceres habríamos detenido nuestra historia en el mísero
Iglesias. Y que sin la rebeldía de De Gaulle los franceses habrían tenido que
arrastrarse junto a Petain, ese gran derechista pro nazi.
Mi
generación ha fracasado.
Pudimos
tener a un refundador del país y construimos a García. Pudimos tener a un
inconforme consagrado por las multitudes, a alguien que estuviese más impulsado
por el amor que por el odio, pero nos detuvimos en Robespierre y en sus
encarnaciones criollas.
Pudimos
tener un país y lo que permitimos fue un mall. Ahora la pelota está en el
tejado de los jóvenes. De ellos dependerá que este país cambie de verdad.
Hace
como mil años que vivimos hablando en voz baja, consintiendo.
Hablamos
bajito cuando los incas podían desollarte. Y más bajito cuando los españoles te
podían trocear. Y todavía con murmullos cuando fuimos libres de boca para
afuera pero súbditos de los sucesivos caudillos que creían que el Estado era un
bien raíz y una chacra para los amigotes. Así fuimos haciendo esta gran
Aracataca. Macondo hicimos.
Pensar
era –y es– una anomalía. Disentir, una provocación. Rebelarse, una extensión de
la locura. En un país dominado por la injusticia hablar de la injusticia te
podía costar El Frontón. Y luchar contra ella, la vida.
Frente
a un Túpac Amaru hubo cien Piérolas creando sus propios califatos. Porque el
miedo a la libertad no es solo el título de un libro de Fromm. Es la consigna
que la derecha le ha impuesto al Perú. Está en su escudo desarmado y en sus
genes vendedores mayoristas de su propio país.
Todos
roban –te dicen–. Y eso es casi una invitación a robar. Porque si todos roban,
ya nadie roba.
–Aquí
no hay castigos ni recompensas, todo se olvida– te muelen repitiéndolo. Y eso
es otra incitación a la impunidad.
Lo
criollo es también esta salsa espesa de quietud egoísta. Las verdaderas
tradiciones peruanas no son las de Ricardo Palma: son decir sí y estar en la
foto.
¿Exigir
cambios? Eso es –dicen los que cortan el jamón y los idiotas de sus services–
de chavistas, rojos, perfeccionistas, amargados y renegones. En el Perú la ira
de los pobres se combate con misas o balazos y hay un estoico agazapado en cada
futuro, detrás de la maleza de los días. Y cuando estemos lo suficientemente
ablandados, vendrá el tiro de gracia. Y cuando venga el tiro de gracia, cuando
ya no pienses sino en ti mismo y bailes solo en la loseta ínfima que te
asignaron, ese será el día final de tu hechura: serás uno de ellos. Hablarás
como ellos, maldecirás como ellos, venderás como ellos. Y, sobre todo, harás lo
que ellos: negar al otro y sólo reconocerte entre los tuyos
.
Que
los jóvenes aprendan la lección. Nada cambiará si no matamos la resignación.
Porque
la democracia no consiste en votar de vez en cuando. Consiste en ejercer la
libertad a cada rato.
Los
esclavos no aman la libertad –esa es una mentira altruista–. Solo los libres
pueden amar la libertad y defenderla.
La
mansedumbre no es madurez sino derrota. El aguante es la amnistía crónica. La
docilidad es lo que se les exigía a los negros carabalíes embarcados a la
fuerza en el puerto de Macao. La libertad no mata. La paciencia es una mentira
teologal que contradice a Cristo y que Cipriani aplica en cada hostia. Cristo
fue impaciente. La vida es una ráfaga impaciente.
Los
peruanos no nacimos un día en el que Dios estuvo enfermo, como decía Vallejo de
sí mismo. Naceremos el día en que sepamos apreciar el vértigo creador de la
palabra desacato. El desacato no es el caos. Caos es lo que vendrá cuando las
presiones sociales, contenidas por el plomo y la mentira, revienten otra vez.
Y
ahora sería un magnífico desacato, un descomunal acto de rebelión democrática o
dejarse engatusar por quienes quieren, en el colmo de la indignidad, que
premiemos a la hija de un ladrón y asesino –ladrona ella misma al gozar del
dinero robado– con la presidencia de la República.
Y
todo por cerrarle el camino a un señor que quiere cambiar algunas cosas. Solo
algunas cosas. Un señor al que la experiencia ha moderado y que se ha
comprometido a no hacer experimentos anacrónicos. Pero que sí quiere que las
mineras paguen lo que deben, que los impuestos sean más directos, que los
viejos estén menos desamparados, que haya menos hambre y que la pobreza rural
se atenúe todo lo que se pueda sin desbaratar la economía. Y que quiere también
que el gas peruano abastezca primero a los peruanos y que los grandes proyectos
de exploración y explotación de la minería y del petróleo se concilien con los
intereses nativos y las normas ambientales que no se están cumpliendo.
La
derecha quiere volver a demostrarnos que siempre gana. Presentó cuatro
candidatos –cuatro variaciones de la misma melodía: Castañeda, Toledo, PPK y K.
Fujimori– y los cuatro perdieron. Ganó un hombre gris que propuso algunos
cambios. Y lo peor: sale la primera encuesta pos primera vuelta y el hombre sin
demasiados atributos ¡sigue ganando! Y sigue ganando porque Lima, este espanto,
no es el Perú. Porque el gobierno de Las Casuarinas está en crisis. Porque el
modelo García, una combinación de Caco con Friedman, drena sanguaza.
Entonces,
la derecha propone liquidar, de una vez y para siempre, esta pesadilla que
aturde al dólar, baja las acciones, hace chorrear el rímel. Para eso están su
tele, su radio, sus periódicos. Y se deciden por lo previsible: la campaña del
terror.
Solo
el terror podrá salvarlos. Porque saben que su prontuariada candidata es
impresentable aun para 75 por ciento de peruanos.
Lo
único que cabe, entonces, es bombardear al incómodo reformista con todos los
B-52 de la calumnia, el rumor, la mugre, la idiotez que los cándidos pueden
propagar. El propósito es el homicidio político del hombre que propone algunos
cambios. Y los muertos no pueden ganar elecciones.
Hablan
de intromisión extranjera los que quisieran anexarse a los Estados Unidos o al
Chile potente que sus tatarabuelos dejaron entrar con su cobardía y su
desunión. Denuncian que la libertad de prensa peligra quienes despiden a
periodistas que se niegan a sumarse al lodo de la campaña contra Humala. Y
advierten que el empleo está amenazado quienes han creado la mayor cantidad
imaginable de empleos basura y services explotadoras.
Y
a todo esto le llaman “elecciones democráticas”. A ensuciar la inmundicia le
llaman “debate”. Y no tienen problema alguno bancando a una candidata
indecente. Ellos representan la vieja indecencia de las encomiendas, las
ladronas leyes de consolidación, el festín del guano. La señora K. Fujimori les
cae como anillo al dedo. Por César Hildebrandt.
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