lunes, 20 de junio de 2011

♠ UMBERTO ECO Y "El Cementerio de Praga". (Su última novela) EN EL LENTE DE UN PSIQUIATRA


“El cementerio de Praga”, la controvertida última novela de Umberto Eco, pasa por el diván. La conclusión es siempre la misma: un libro genial pero con personajes cargados de odio.
Por: Enrique Galli Psiquiatra
Domingo 19 de Junio del 2011
He devorado la novela de Umberto Eco “El cementerio de Praga” en doce horas ininterrumpidas. Tras 30 años de su prodigiosa “El nombre de la rosa”, nos regala esta historia novelada que se remonta al siglo XIX, entre los años 1830 y 1898. El profesor boloñés de semiótica, filósofo, periodista y humanista hace un exquisito tramado en el que intercambia el espacio y el tiempo histórico (Toynbee) entre Turín y París y desdobla al personaje central, capitán Simone Simonini, con su álter ego, el abate Dalla Piccola, con profundo conocimiento psicológico y psicopatológico, individual y social.
Hedonismo y misoginia
El narrador y los dos villanos tienen la virtud de orientar un relato lúcido y coherente. El autor se imbuye en la historia política, social y religiosa de ese siglo. Simone y Simonini que suena a “sinónimo” (interpretación del suscrito) destila un nihilismo existencial asociado a una represión sexual con misoginia (odio a las mujeres) que abandona en una ocasión con el desquiciado personaje Diana. Simonini es de una glotonería bulimiforme, un hedonismo alimentario que probablemente compensa sus pulsiones sexuales reprimidas. Es anticlerical, antijesuita, antijudaico y antimasónico; y culpa a estos grupos del caos, la intriga, la corrupción, la convulsión social e incluso las guerras. Sin embargo, es él quien más contribuye con estos hechos al crear el cónclave judaico en el cementerio de Praga, con los 13 rabinos más importantes del mundo hacia 1865.
Falsario de padre ausente
El personaje es hijo de un padre turinense que no le regala espacio ni tiempo y se pudre en una guerra de la Italia convulsionada. La madre es una saboyana que le inculca un perfecto francés, y el abuelo es un piamontés (origen de Umberto Eco), que le entrega unas cartas anticlericales.
Simonini era abogado, notario, falsificador de documentos y se convierte en espía y hasta héroe de la revolución de Garibaldi. En su estadía en París, gozamos con sus suculentas cenas. Se dedica a conspirar, pero también hace migas con psiquiatras ingleses y franceses, todos ellos discípulos de Jean-Martín Charcot (científico real, que describió la esclerosis lateral amiotrófica y con quien Sigmund Freud hizo sus prácticas hacia finales de 1885).

Cultivar el odio

Hay sentencias muy aleccionadoras como: “Es necesario un enemigo para darle al pueblo una esperanza. Alguien ha dicho que el patriotismo es el último refugio de los canallas: los que no tienen principios morales se suelen envolver a una bandera, y los bastardos se remiten siempre a la pureza de su raza. La identidad nacional es el último recurso para los desheredados. Ahora bien, el sentimiento de la identidad se funda en el odio hacia los que no son idénticos. Hay que cultivar el odio como pasión civil […]”. Frases que remiten a Marx (“la violencia es la partera de la historia”), y a los nacionalistas –llámense nazis o neonazis–, a los socialismos dictatoriales y a los populismos autocráticos de aquella época y de esta.
Antisemitismo
Todo mi estado de comprensión lectora lo viví con un nudo en la garganta por la violencia antisemita de la obra. Aunque no se libran los italianos, franceses, rusos, ni los alemanes del menosprecio y rencor –consciente o inconsciente–, los judíos son tratados injustamente. Hay que tener presente que en los antecedentes de Eco debe haber familiares fascistas. Tanto así que publicó en un diario italiano, por el año 2004: “Mi infancia fachista”. La libertad de expresión permite decir lo que uno piensa, siente o inventa. No hay que olvidar que esta obra choca ahora por su carga antijudaica, lo que probablemente fue el caldo de cultivo para la Primera y Segunda Guerra Mundial. Felizmente, estamos en el siglo XXI y hay una irrestricta libertad de expresión, de raza, de sexo, en una globalización donde los nacionalismos son lunares condenados a la extinción.

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