lunes, 3 de enero de 2011

♠ ARGUEDAS ESCRIBE SOBRE JUAN RULFO


Letras profundas

Recordando a dos grandes. Hace 25 años (7 de enero) falleció el escritor mexicano Juan Rulfo. Arguedas, cuyo centenario recordamos este mes, escribió (*) sobre la obra del autor de “Pedro Páramo”.
Por: José María Arguedas*
Domingo 2 de Enero del 2011
Estos relatos aparecen cuando México ha alcanzado prestigio universal en las artes. Se nota la profunda raíz que los sustenta. El hombre hace la literatura y después la literatura contribuye a modelar al hombre. Las artes forman la médula de un país, rigen al ser humano; su propia libertad, la más alta y absoluta que es posible, y los frutos de ella, llevan el sello de lo antiguo, de la obra de los predecesores, cuando estos han existido.
Nos decía un profesor inglés, hace poco, que en las novelas de Ciro Alegría había encontrado por primera vez, luego de arduas lecturas de la narrativa latinoamericana, un hálito de ternura. Todo lo demás era violencia terrible, abrumadora y despiadada. El continente es así, le dije, luchamos en condiciones igualmente despiadadas y terribles; nuestra obra es fruto de nuestra vida. Pero en el Perú hay algo distinto.
El campesino de la sierra y de la costa no está embriagado por la sed de la sangre, ni aún de la venganza. Es un trabajador templado por la ternura que fluye de su historia y, también, misteriosamente, de la faz de la tierra.
Hay pocas semejanzas entre el hombre que describe Juan Rulfo en sus relatos y el campesino de nuestro país. Siempre se ha hablado de estas semejanzas y se las ha considerado como evidentes.
Las diferencias
Lo evidente son las diferencias. A poco de llegar a México el país ejerce sobre las personas sensibles una fascinación en la que la angustia es quizá tan grande como el deslumbramiento.

Los extensos y cálidos bosques de pinos, el júbilo de las aldeas y ciudades, las torres y templos, de oro e imágenes originales como ninguna otra cosa, todo sobrecoge, porque la facilidad con que se espera y se provoca la muerte en todas partes, está siempre presente. Se huele a la muerte; su presencia constante, sin embargo parece casi necesaria para comprender y conocer la esencia de las maravillas que en ese país se contemplan.
Lectura en llamas
Naturalmente, estoy relatando una experiencia personal, que no se puede generalizar por entero. Pero cuando el barco zarpó de Manzanillo y empezó a alejarse de las costas de México, sentí como un desgarramiento. Es posible que ningún país sea capaz de meterse a la médula del extranjero como este, y quisiera afirmar nuevamente, que la presencia de la muerte juega un papel en esta hazaña. Por eso leí febrilmente los cuentos de “El llano en llamas” y la novela “Pedro Páramo”.

Los bosques de México, los campos calcinados y esa jubilosa, casi estentórea y natural forma en que el hombre mexicano celebra la lucha y la muerte; la raíz que nadie podía descubrir de este modo de ser, no está explicada por Rulfo, pero ninguno como él nos lleva a su más íntima morada; nos hace tocar casi con las manos, con la punta del corazón la fuente de que brota.
Me he acordado de la muy poca literatura existencialista que conozco mientras leía a Rulfo: aquellos gemiquean, rebuscan con las uñas en la desesperación; Rulfo levanta con sus poderosas manos la luz de la muerte y el germen inagotable que hay en el hombre aún cuando este parece haberse convertido aparentemente en carroña. (...)
Compromiso latinoamericano
Todos deberíamos leer los relatos de Juan Rulfo, especialmente los peruanos, precisamente porque revelan un mundo distinto al nuestro, muy distinto, pero como hecho de una materia semejante. ¿Semejante de qué? Lo que tienen de español y de antiguo americano lo sentimos nosotros como algo sin duda mucho más próximo que el hombre, las ciudades y el paisaje de los grandes novelistas europeos y norteamericanos. Su propia violencia está en nosotros y el revolverse del hombre buscando una salida para su tormento es al estilo nuestro y no al del fatigado hombre europeo.

Todo está cargado de fuerza, es una descomunal fuerza que se agita aún en las criaturas más despiadadamente aniquiladas, perseguidas, puestas inapelablemente frente a los muros de la muerte.
No hay rendición, no hay afirmación de la muerte, porque ella está al servicio de la vida, como en todo mundo que emerge invenciblemente.
[*] El Dominical, 8 de mayo de 1960.

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